Locución: Manuel López Castilleja
Fondo musical: gabriel-bianco_la-cathedrale_agustin-barrios
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Los indios haida decoraban las canoas de pesca de manera tan espléndida que el Sol se asomaba solamente para verlas. Por ellas, amanecía.
Era el momento en que los hombres cargaban sus enormes redes y salían a buscar el alimento para su gente.
Había, entonces, un pescador que se hacía al mar y una mujer que esperaba su vuelta. El pescador y la mujer de la leyenda.
Cuando el hombre se embarcaba por varios días mar adentro en busca de los peces más grandes, la mujer se sentía muy sola. Bajaba a la playa y entretenía el tiempo pensando en lo feliz que sería si tuviera un hijo. Jugarían juntos en la arena y las esperas se harían mucho más cortas.
Pensaba tanto en el hijo que a veces sentía su peso entre los brazos y escuchaba su voz.
Una tarde durante uno de los paseos vio a las gaviotas con sus pichones, vio también a las tortugas y a los cangrejos hembras con sus crías, que de tan tiernas eran casi transparentes. Les tuvo una envidia sincera. Melancólicamente les contó cuánto deseaba tener un hijo como ellas.
Todas le dieron el mismo breve, extraño consejo: que buscara entre los caracoles de la playa.
La mujer quedó muy sorprendida pero decidió hacerles caso.
No había andado mucho, siempre observando los pliegues de la arena, cuando escuchó el berreo de un bebé. Dentro de un caracol grande había un recién nacido. Loca de alegría lo llevó para su casa.
Al regreso del marido le mostró el maravilloso hallazgo que ahora acunaba sobre la falda. El pescador rozó con los dedos la frente de aquel chico y dijo que serían padre y madre para él.
Con los años se convirtió en un muchacho fuerte, hermoso y sin miedo.
Parecía dominar la naturaleza y ejercía un cariñoso poder sobre sus padres.
De una pulsera de cobre que la mujer del pescador llevaba en la muñeca se hizo hacer puntas de flechas. En verano acostumbraba salir a cazar. Volvía del bosque con aves, liebres y otros animales pequeños que asaba en leña de abeto*.
Los padres notaron que a medida que se hacía mayor su cara iba tomando un color cobrizo y despedía una extraña luminosidad.
—No es como los demás —se decían a menudo, sin saber bien qué significaba eso.
Hubo un invierno en que las tormentas hicieron imposible la pesca, el mar parecía un animal enloquecido y el pescador tuvo que quedarse en tierra esperando la vuelta del buen tiempo. Cuando se acabaron las reservas de pescado seco el hambre rondó la casa de la familia como un lobo al acecho.
—Salgamos al mar —le propuso el muchacho a su padre—. Nada malo nos va a pasar.
El pescador notó tal seguridad en la voz de su hijo, que aparejó la canoa y allá fueron.
La Tempestad se puso furiosa. No podía tolerar la audacia desafiante de esos dos y decidió acabar con ellos descargando ráfagas* terribles. Pero el muchacho la miró directamente a la cara y la Tempestad perdió la fuerza. Cuando se vio convertida en una brisa, llamó en su ayuda a las Nubes. Las Nubes tiñeron el cielo de un negro amenazante. El pescador se asustó mucho, pero el muchacho las miró a la cara y las Nubes se volvieron blancas y se dispersaron como corderos.
La Tempestad llamó entonces a la Niebla, que es una maga gris y harapienta que hace que los barcos no puedan ver la costa y se pierdan en el mar. El muchacho la miró a los ojos y la Niebla se deshizo en hilachas* yéndose hacia ninguna parte.
Pescaron todo lo que quisieron, en un mar magnífico. El muchacho le enseñó a su padre la canción sencilla que atrae a los peces a la red. Siempre que la cantaran, la pesca sería buena.
—¿Qué poder es el tuyo? —quiso saber el pescador—. De mí no lo recibiste
porque yo no lo tengo.
—Todavía no es tiempo de que lo sepas.
El primer día de verano salió de caza. Esta vez no volvió con patos ni liebres sino con tres pájaros extraños: uno gris, uno azul y uno rojo. A los tres les quitó la piel y la puso a secar.
El pescador y la mujer presintieron algo triste. Ese hijo que era propio y no lo era, que los quería y ayudaba pero siempre desde la distancia del que guarda un secreto soberbio*, se les estaba escapando de entre los brazos.
La cara se volvió más y más dorada, resplandecía. Su presencia en un lugar demoraba la llegada de la noche.
Una mañana el muchacho tomó la piel del pájaro gris y se la puso sobre los hombros. Voló sobre el mar y el mar se volvió gris plomo. Después bajó a tierra y se puso la piel del pájaro azul. Se puso a volar y el mar se puso azul brillante. Por fin se cubrió con la piel del pájaro rojo y el mar tomó el color del fuego.
El pescador y la mujer observaron el prodigio* desde la playa.
Lo vieron posarse con suavidad en el mismo sitio donde años atrás lo habían encontrado dentro de un caracol. Se quitó la piel del pájaro y la puso sobre los hombros de sus padres.
—Tenemos que separarnos. Soy el hijo del Sol. Ya les mostré mis poderes. Les dejo la canción que atrae a los peces a la red y esta piel que, cada vez que se la pongan, hará que se calme la tempestad y renazca el buen tiempo.
Quedan protegidos del hambre y de los peligros. Yo no volveré a verlos, pero ustedes me verán a la hora en que el cielo y el mar tienen el color de mi cara.
Dicho eso, desapareció.
El pescador y la mujer quedaron llenos de tristeza. Nunca más volvieron a abrazarlo.
Pero a cierta hora del día se sientan sobre la arena de la playa y vuelven a ver su cara dorada. Él es el atardecer, la luz que tiñe de rojo el horizonte.
Es la hora en que el Sol se hunde en el mar después de haber disfrutado del espectáculo hermoso que es la vuelta de las canoas.
Ema Wolf, La nave de los brujos y otras leyendas del mar,
Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
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