Locución: Manuel López Castilleja
Fondo musical: Navidad con flauta y arpa
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Cuando Luciano de Hem vio su último billete de cien francos arrastrado por el rastrillo del banquero, y cuando se levantó de la mesa de ruleta, donde acababa de perder los restos de su pequeña fortuna, reunidos por él para aquella suprema batalla, sintió una especie de vértigo, y creyó que iba a caer.
Con la cabeza turbada, y las piernas vacilantes, fue a arrojarse sobre el ancho banco de cuero que rodeaba la mesa de juego. Durante algunos minutos miró vagamente el garito clan- destino en que había dilapidado los mejores años de su juventud, reconoció las estragadas cabezas de los jugadores, crudamente iluminadas por las tres grandes lámparas de pantalla, escuchó el ligero roce del oro sobre el tapete, pensó que estaba arruinado, perdido, recordó que tenía en su casa, en un cajón de la cómoda, las pistolas de ordenanza que su padre, el general de Hem, simple capitán entonces, había usado tan bien en el ataque de Zaatcha, y luego, rendido de fatiga, se durmió con sueño profundo.
Cuando se despertó con la boca amarga, vio con una mirada dirigida al reloj, que había dormido apenas media hora, y sintió imperiosa necesidad de respirar el aire de la noche. Los minuteros señalaban las doce menos cuarto. Mientras se levantaba estirando los brazos, Luciano recordó que era víspera de Navidad, y por un juego irónico de la memoria viose de repente tal como era en la primera infancia, y poniendo, antes de acostarse, los zapatos en la chimenea.
En aquel momento, el viejo Dronski, columna del garito, el polaco clásico, de gabán raído, adornado con alamares y bellotas, se acercó a Luciano y murmuró algunas palabras entre su sucia barba gris:
–Tenga usted la bondad de prestarme una moneda de cinco francos, caballero. Hace ya dos días que no me muevo de aquí, y en esos dos días no ha salido el diecisiete... Búrlese usted de mí, si le parece, pero, daría un ojo de la cara si dentro de un momento, al dar las doce, no sale ese número.
Luciano de Hem se encogió de hombros; no tenía en el bolsillo ni con qué pagar ese impuesto que los frecuentadores del club llamaban «los cien sueldos del polaco».
Pasó a la antesala, se puso el sombrero y el abrigo, y bajó la escalera con agilidad febril.
Durante las cuatro horas que pasara encerrado en el garito, la nieve había caído con abundancia, y la calle, una calle del centro de París, bastante estrecha, y edificada con altas casas, estaba completamente blanca. En el cielo tranquilo, de un azul negro, titilaban las frías estrellas.
El jugador desplumado se estremeció bajo las pieles, y echó a andar, revolviendo en su espíritu ideas de desesperación, y pensando más que nunca en la caja de pistolas que lo aguardaba en el cajón de la cómoda; pero, después de haber andado algunos pasos, se detuvo ante un espectáculo desconsolador.
En un banco de piedra colocado, según se usaba antiguamente, a la puerta monumental de un palacio, una niñita de seis o siete años, vestida apenas con un vestido negro hecho jirones, estaba sentada en medio de la nieve. Se había dormido allí, a pesar del frío cruel, en una actitud espantosa de fatiga y de aniquilamiento, y su pobre cabecita, y su hombro delicado, aparecían desplomados sobre un ángulo de la pared y descansaban en la helada piedra. Uno de los zapatos con que iba calzada la niña se había salido del pie, y yacía lúgubremente ante ella. Con ademán automático, Luciano echó mano al bolsillo; pero recordó que un momento antes no había encontrado ni una moneda olvidada de veinte sueldos, y que no había podido dar propina al mozo del club. Sin embargo, impulsado por un instintivo sentimiento de compasión, acercóse a la niña, e iba quizá a llevársela en brazos y darle asilo por aquella noche, cuando, dentro del zapato caído en la nieve, vio que brillaba algo.
Se inclinó: era un luis de oro.
Una persona caritativa, una mujer sin duda, había pasado por allí, había visto, en aquella Nochebuena, el zapatito delante de la criatura dormida, y recordando la conmovedora leyenda, había puesto en él, con mano discreta, una limosna magnífica, para que la pequeña abandonada siguiese creyendo en los regalos del niño Jesús, y conservara, a pesar de su desgracia, un poco de confianza y un poco de esperanza en la bondad de la Providencia.
¡Un luis! Aquello era muchos días de tranquilidad y de riqueza para la mendiga, y Luciano estaba a punto de despertarla para decírselo, cuando oyó a su oído, como en una alucinación, una voz, la del polaco, que murmuraba muy quedo estas palabras:
–Hace dos días que no me muevo de aquí, y en esos dos días no ha salido el diecisiete... Daría un ojo de la cara si dentro de un momento, al dar las doce, no sale ese número.
Entonces, aquel joven de veintitrés años, que descendía de una raza de gentes honradas, que llevaba un soberbio nombre militar y que jamás había faltado al honor, concibió una espantosa idea; asaltólo un deseo loco, histérico, monstruoso. Con una mirada se aseguró que estaba completamente sólo en la calle desierta, y doblando la rodilla, adelantando con precaución la mano temblorosa, robó el luis de oro del zapato caído.
Luego, corriendo a más no poder, volvió a la casa de juego, trepó la escalera de cuatro en cuatro, abrió de un puñetazo la mampara de la sala maldita, y entró en el momento preciso en que el reloj daba la primera campanada de media noche, tiró la moneda de oro sobre el tapete verde, y gritó:
–¡En pleno al diecisiete! El diecisiete ganó.
De un manotón Luciano empujó los treinta y seis luises a la colorada.
La colorada ganó.
Dejó los setenta y dos luises en el mismo color. La colora- da volvió a salir.
Volvió a hacer el pároli dos, tres veces, siempre con la misma suerte. Ya tenía delante un montón de oro y de billetes, y se puso a sembrar el tapete como un loco. La docena, la columna, el número, todas las combinaciones le salían bien. Aquello era una suerte inaudita, sobrenatural. Hubiérase dicho que la pequeña bolilla de marfil, saltando en las casillas de la ruleta, estaba magnetizada, fascinada por los ojos de aquel jugador, y que le obedecía.
Había recuperado en una docena de golpes, los pocos billetes de mil francos, su último recurso, que perdiera al principio de la velada. Y ya, apuntando de a dos, de a trescientos francos, servido por su suerte fantástica, iba a ganar muy pronto, y con creces el capital hereditario que había malgastado en pocos años. Estaba a punto de reconstituir su fortuna.
Con el apresuramiento de ponerse a jugar, no se había quitado el pesado abrigo; había llenado sus grandes bolsillos de fajos de billetes de banco y de rollos de monedas de oro, y no sabiendo ya dónde amontonar su ganancia, iba llenando de papeles los bolsillos interiores y exteriores de la levita, del chaleco y del pantalón, la cigarrera, el pañuelo, todo cuanto podía servir de recipiente.
¡Y seguía jugando, y seguía ganando como un furioso, como un ebrio y arrojaba puñados de luises sobre el tablero, al azar, con un ademán de certidumbre y de desdén!
Pero tenía algo como un hierro candente en el corazón, sólo pensaba en la pequeña mendiga, dormida en la nieve, en la niña a quien había robado.
¡Todavía está en el mismo sitio! ¡Seguramente debe estar todavía...! ¡Enseguida, sí, en cuanto dé la una... lo juro y… saldré de aquí... iré a tomarla, dormida, en brazos, la llevaré a casa, la acostaré en mi cama... Y la educaré... y la dotaré, la querré como si fuera mi hija... la cuidaré siempre, ¡siempre!
Pero el reloj dio la una, y el cuarto, y la media, y los tres cuartos... y Luciano seguía sentado a la mesa infernal.
Por fin, un minuto antes de las dos, el director de la partida se levantó bruscamente y dijo con voz lenta:
¡Caballeros! Ha saltado la banca... Basta por hoy. Luciano de un brinco se puso de pie. Apartando brutalmente a los jugadores que lo rodeaban mirándolo con envidiosa admiración, salió desalado, se precipitó por las escaleras, y corrió hacia el banco de piedra. De lejos, a la luz de un pico de gas, descubrió la criatura.
–¡Alabado sea Dios! –exclamó–. Todavía está. Se acercó a ella y le tomó la mano.
–¡Oh, qué frío tiene! ¡Pobre chicuela!
La tomó por debajo de los brazos y la levantó para llevársela. La cabeza de la niña volvió a caer hacia atrás, sin que se despertara.
–¡Cómo se duerme a esta edad!
La estrechó contra su pecho para calentarla, y asaltado por
vaga inquietud, trató, para arrancarla de aquel pesado sueño, de besarla en los ojos, como hiciera antes con sus prendas más queridas.
Pero vio con terror que los párpados de la niña estaban entreabiertos, y dejaban ver a medias las pupilas, vidriosas, apagadas, inmóviles.
Con el cerebro atravesado por una horrible sospecha, Luciano puso la boca junto a la de la criatura... no salía de ella hálito alguno.
Mientras, con el luis de oro que había robado a aquella mendiga, Luciano ganaba al juego una fortuna, la niña sin asilo había muerto, ¡muerto de frío!
Con la garganta apretada por la angustia más espantosa, Luciano quiso lanzar un grito... Y con el esfuerzo que hizo despertó en el banco del club, en que se había dormido poco antes de las doce, y donde el mozo del garito, yéndose el último, a eso de las cinco de la mañana, lo había dejado tranquilo, por bondad hacia el desplumado...
Una brumosa aurora de diciembre hacía palidecer los vidrios de las ventanas. Luciano salió, empeñó su reloj, tomó un baño, almorzó y se fue a la oficina de reclutamiento a firmar un enganche voluntario en el primer regimiento de cazadores de África.
Luciano de Hem es hoy teniente; sólo tiene su sueldo para vivir, pero se las campanea con él, porque es un oficial muy ordenado, y jamás toca un naipe.
Hasta, según parece, halla medio de hacer economías, por- que el otro día, en Argel, uno de sus camaradas, que le seguía a pocos pasos de distancia, en la montuosa calle de la Kasba, vio que daba limosna a una españolita dormida bajo un portal, y tuvo la indiscreción de mirar lo que Luciano había dado a la pobre.
El curioso se quedó muy sorprendido de la generosidad del pobre teniente:
Luciano de Hem había dejado un luis de oro en la mano de la niña.
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