de los astros.
Hace cincuenta años, y aún menos, se creía estar a punto
de explicarlo todo reduciendo los fenómenos religiosos a
un elemento común, disolviéndolos en una noción común
a la que se daba un nombre sacado de los mares del Sur;
desde las más salvajes hasta las más razonadas, las religiones
no eran sino las diversas configuraciones del mana:
fuerza mística dispersa, sin contorno propio y dispuesta a
dejarse encerrar en cualquier contorno, indefinible pero
caracterizada por esa peculiar impotencia a la que nos reduce
cuando tratamos de definirla, presente siempre allí
donde cabe hablar de religión, y de la que nombres como
sacer y numen, hagnos y thambos, brahmán, tao, la gracia
misma del cristianismo, son variantes o derivados. Una generación
de investigadores se ha consagrado a establecer
esta uniformidad. Quizá con razón. Pero se ha caído en la
cuenta luego de que no habían conseguido gran cosa: habían
dado un nombre bárbaro a ese no sé qué que hace
que desde siempre los viajeros, los exploradores, hayan reconocido
los actos religiosos que encontraban a su paso sin
equivocarse sobre su carácter específico. Y lo que hoy nos
llama la atención, lo que pide ser estudiado, ya no es esa
fuerza difusa y confusa cuya noción se encuentra, en efecto,
en todas partes, pero que es la misma en todas partes tan
sólo porque no puede decirse nada de ella; al contrario,
hoy son las estructuras, los mecanismos, los equilibrios
constitutivos de toda religión y definidos, discursiva o simbólicamente,
en toda teología, en toda mitología, en toda
liturgia. Se ha llegado —o se ha vuelto— a la idea de que
una religión es un sistema, distinto del polvo de sus elementos;
de que es un pensamiento articulado, una explicación
del mundo. En una palabra: la investigación se coloca
hoy bajo el signo del logos y no bajo el del mana.
Hace cincuenta años, y aún menos, el antropólogo inglés
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